Manhattan

Planear es una de mis manías. Llegué, como es mi costumbre, con cuaderno y lapicera en mano. Dispuesta a hacer mía esta ciudad en tres meses. No entraba en mis cálculos que fuera Manhattan la que se apropiara de mí. Pero así fue. Semana tras semana. Me descubrí queriendo pasear por esas calles la vida entera.

Me enamoré. Cerré los ojos y quise que me dejaran morir ahí. En medio de sus barrios, sus parques, sus teatros, sus museos. Me fascinó el talento concentrado. La diversidad de culturas, razas y religiones. Manhattan es oportunidad. Competencia. Energía. Delirio.

Sólo me gustaría que quedara en otro país. Porque Estados Unidos nunca terminará de convencerme. Me gustaría que la estupidez turística de la Estatua de la Libertad, Times Square, el Empire State y las baratijas de I LOVE NY, hablaran de un lugar distinto, lejos, muy lejos. Porque yo me enamoré de otra cosa.

Es difícil explicar lo que me genera Nueva York. Son sentimientos encontrados, opuestos. Me conquistó su esencia. Me repelió el envase de plástico.

Porque yo he visto lo que pasa cuando cae la noche. Se enciende la ciudad. Hay una luz prendida por cada alma en esta ciudad multitudinaria y alucinante. Pero el cielo está opaco. Muerto. No puedo evitar que me moleste. Que me resulte casi antinatural. Algo adentro mío pide a gritos que los rascacielos se apaguen y me deslumbren las estrellas.

Y yo estuve ahí el 4 de Julio junto al Río Hudson. Su pirotecnia de miles de dólares inundó mi vista por 30 minutos. Confieso que me causó tristeza. Cuando se hizo el silencio y quedaron los espirales de humo bailando en el aire… la sensación fue de vacío.

Como si no hubieran entendido nada. Como si no supieran por qué se les llama artificiales a esos fuegos. Ni que las estrellas no tienen precio.